martes, 21 de mayo de 2013

Pobres gamonales


Pobres gamonales
por Giancarlo Melini

"El pobre carece de muchas cosas, pero el avaro carece de todo." - Séneca

Eran alrededor de las doce del medio día. Iba caminando por la acera de la sexta avenida de la zona uno, hora en que el ardor del sol estaba en su apogeo. El tránsito pesado perturbaba el orden de las concurridas calles, infestadas de oficinistas y trabajadores aledaños que esperaban con recelo la hora del almuerzo. El ambiente era pesado. 

Aprovechando el poco tiempo libre que normalmente tiene, se sentó en una banca vacía por un rato, disfrutando del buen y tan necesario ocio. Mientras se amarraba las cintas de los zapatos, pudo observar que a unos cuantos metros de él se encontraba tendido en el piso un anciano indigente. De aspecto desnutrido, bastante maltratado, peludo, sucio, escuálido, enfermo, semblante deprimido -y deprimente-, quien ni siquiera se tomaba la minúscula molestia de desplazarse un par de pasos para cubrirse del ardiente sol. Sólo verlo causaba profunda tristeza. Después de unos cuantos segundos observándolo, el viejo, repentinamente, sacó una colorida naranja y empezó a engullirla como si fuera la última que alguna vez saborearía. Se notaba el gozo en su semblante. Era como si de un momento a otro una mordida y un chupón del cítrico le hubieran devuelto una alegría escondida, haciéndolo olvidar -aunque sea un instante- su inalterable miseria. Parecía ser feliz.

Lo extraordinario estaba por acontecer. Mientras observaba a este curioso personaje disfrutar los abundantes jugos de su naranja, pasó a su par una señora empujando en silla de ruedas a una niña que parecía ser su hija. La niña mostraba algún tipo de enfermedad que no supo determinar. Eran una madre e hija evidentemente de escasos recursos. Eso se percibía fácilmente por el estado de sus vestimentas y la condición casi deplorable en la que parecía encontrarse la niña. La señora se acercó lentamente al indigente, le dio una moneda y le dijo: -¿Está rica su naranjita verdad don?- alcanzó a oír. El viejo subió la mirada, la vio a los ojos y tras una pausa de unos pocos segundos exclamó: -¡Aquí tengo otra, si quiere se la regalo!-, mientras sacaba del costado de su saco una bolsa plástica con un fruto adentro. La señora rápidamente contestó: -¡Cómo va a creer!- Se dio la vuelta y se fue. Se quedó entonces analizando esta pintoresca escena de la que acababa de ser testigo. Cada detalle recorrió su mente y una y otra vez por media docena de minutos.

Un momento después, la señora y su hija se veían regresar, caminando humildemente por la banqueta de la sexta en dirección al desafortunado mendigo. Ambas se situaron frente a él y la desdichada infante le entregó lo que parecía ser un billete de cinco quetzales. Sin mediar palabra, se dieron la vuelta y se fueron por donde vinieron. El viejo, contento pero consternado, levantó el billete hacia el cielo con ambas manos, subió su mirada y exclamó: -¡Gracias, gracias!.-.

Por su mente pasaban una serie de preguntas: ¿Cómo es esto posible? ¿Por qué la gente que menos tiene es la que más está dispuesta a dar? ¿Qué nos convierte en seres altruistas o egoístas? ¿El tener o el no tener? ¿Por qué a algunos les cuesta tanto desprenderse de lo que les sobra, pero otros dan desinteresadamente lo que les falta?

Un anciano indigente dispuesto a compartir su ración diaria de alimento, y una madre de escasos recursos con una hija enferma dando como limosna el dinero que para nada le sobra. Esos gestos llenan de emoción -tristeza y alegría al mismo tiempo-  y hacen creer que tal vez, sólo tal vez, el mundo tiene esperanza. Aun cuando es difícil de creer, historias como esas se replican a lo largo del tiempo y del espacio.

Diversos estudios se han realizado en relación a este fenómeno y se ha comprobado que en efecto son los pobres los que tienen una mayor tendencia  a compartir, a colaborar, solidarizarse, cooperar y empatizar. Una posible hipótesis es que los pobres, por las limitadas condiciones en las que viven, necesitan más de los unos a los otros para desenvolverse normalmente en sus vidas, lo que los hace estar en mayor armonía con quienes los rodean. Por otra parte los ricos, con su abundante -o virtualmente ilimitado- acceso a recursos, crean sobre sí mismos una idiosincrasia de independencia, y/o autosuficiencia, que les hace muy difícil colocarse en los zapatos de otras personas para entender sus problemas, y por lo tanto solidarizarse con ellas.

Según la opinión de muchos antropólogos, este tipo de comportamiento se da porque el humano es un ser inherentemente social. Es la cooperación la que lo ha colocado en el escaño natural en que se encuentra. La cooperación, la vida en sociedad, el trabajo en equipo y la capacidad de utilizar y mejorar el conocimiento que otros producen es lo que ha hecho al hombre triunfar y mejorar inimaginablemente sus estándares de vida. 

La razón por la que ese modo de vida se ha perdido -o se está perdiendo- es el sistema socioeconómico basado en el individualismo y la competencia, que aliena a la persona y constantemente la lleva a retratar a sus semejantes como sus adversarios, personas con quienes hay que enfrentarse y no ayudarse. De lo anterior se deriva que las cosas terminen siendo más importantes que las personas. A los pobres no les sucede eso. Su limitada condición material los hace no aferrarse a cosas, sino a personas, como debería ser.  

2 comentarios:

  1. Tal vez es como dicen "las cosas que poseemos terminan por poseernos". El que vive en busca de lo material solo puede pensar en eso, le da una mayor importancia de lo que debería y olvida otras cosas que son más importantes.

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    1. En efecto así es Rony. Pero no los culpo. Nuestra cultura gira entorno a la adquisición de propiedad, al status social, a la competencia y al ánimo de lucro. Es común -más no saludable- que la gente se aferre a lo material. Saludos.

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